A partir de tiempos pretelevisivos, cuando algunos cómics vendían 300 mil ejemplares semanales, en "El oficio de las viñetas", Laura Vázquez propone una travesía por la Argentina de la segunda mitad del siglo XX, con la industria de la historieta como hilo conductor.
Por Diego Marinelli
Las historietas son como las morcillas: se las disfruta sin pensar demasiado en ellas. A diferencia de lo que ocurre con la literatura, que es permanente sujeto de elaboraciones teóricas y críticas, las historietas pocas veces han despertado algún cosquilleo entre los investigadores, sea del campo que sean. "Pensar la historieta" es un ejercicio poco común y eso se debe, en gran parte, a la naturaleza popular, poco glamorosa, del género.
Si en el ámbito internacional hay un puñado de obras de gran prestigio dedicadas al análisis de la "literatura dibujada" –como los trabajos de Umberto Eco, Ariel Dorfman o Scott McCloud–, las articulaciones teóricas acerca de la historieta argentina se pueden contar con los dedos de una mano. O dos, en el mejor de los casos. Para colmo de males, algunas de las obras más ambiciosas dedicadas al tema, como La historieta en el mundo moderno (Paidós, 1970), de Oscar Masotta, y La Argentina en pedazos (La Urraca, 1983), de Ricardo Piglia, son prácticamente inhallables. Una suerte compartida por Historieta y política en los 80 (Letra Buena, 1992), de Pablo De Santis, un libro estupendo que hoy sólo se puede encontrar con la ayuda de un arqueólogo.
Así, en definitiva, sólo perviven en las estanterías de ciertas librerías trabajos como El domicilio de la aventura (Colihue, 1995), de Juan Sasturain, La historieta argentina: una historia (De la Flor, 2000), de Judith Gociol y Diego Rosemberg, e Historietas para sobrevivientes (Colihue, 1999), de Carlos A. Scolari.
En este contexto, la aparición de un libro que se proponga bucear dentro del amplísimo legado de la historieta argentina, es una buena noticia. El oficio de las viñetas es un ambicioso trabajo de la investigadora y guionista de cómics Laura Vázquez, que fue concebido como proyecto de tesis y luego ampliado para su publicación. Editado por Paidós, el libro propone una travesía por la Argentina de la segunda mitad del siglo XX, en la que el sistema de producción de la historieta ocupa el lugar de conductor de las acciones. Y no se trata de un capricho propio de una freak de los cómics, ya que durante aquellos años la historieta constituía una de las principales expresiones culturales; era un espejo en el que se reflejaban buena parte de las tensiones sociales y económicas que marcaban el pulso de la Argentina.
Argentina potencia
Deliberadamente, Laura Vázquez eligió no remontarse hasta los tiempos pioneros de Caras y Caretas o El Mosquito , y comienza su recorrido en la década de 1940, la edad de oro de la historieta nacional, cuando nuestro país no solamente era el granero del mundo sino, también, uno de los más fecundos semilleros del cómic. En aquellos años pretelevisivos, en los que revistas como Patoruzito, Rico Tipo o Intervalo tiraban una media de 300.000 ejemplares por semana, las historietas conformaban uno de los principales canales de divulgación y entretenimiento, un verdadero fenómeno de masas fuertemente segmentado, que tenía propuestas para todos los gustos: relatos infantiles, novelas rosa, sobre temas históricos y científicos, humorísticos, y otros tantos etcéteras.
Impulsada por editoriales como Abril, Columba o Dante Quinterno, la historieta argentina de posguerra constituía un gigantesco entramado industrial, comparable con el de los syndicates norteamericanos, y era capaz de atraer hasta los confines del sur de América a talentos de la talla de Hugo Pratt, el creador de Corto Maltés. Uno de los aspectos más interesantes que Vázquez resalta acerca de la "edad de oro", que se extiende durante las décadas del 40 y el 50, es su relación con uno de los sostenes ideológicos de la Argentina peronista: la promesa de ascenso social. Cuando Walt Disney visitó el país, a comienzos de los 50, se quedó asombrado de la cantidad de dibujantes que había en Buenos Aires: "Dudo que en Nueva York haya tantos", le confesó el padre del ratón Mickey a Ramón Columba, uno de los pesos pesados de la industria local. Persiguiendo el sueño de ser fichados por la Disney (sueño que cumpliría, por ejemplo, Florencio Molina Campos) o de convertirse en autor de alguna tira de éxito como Misterix o Rayo Rojo , muchísimos hijos de la clase obrera llenaban las aulas de las academias de historieta que había por todo el país.
De ese magma salieron autores que expandieron las fronteras del lenguaje de la historieta, como Héctor G. Oesterheld o Alberto Breccia, además de tantísimos otros que luego se incorporaron al staff de muchas de las mejores editoriales de historieta del mundo. Para Vázquez, en cuyas hipótesis se evidencia una permanente nostalgia por el "paraíso perdido" de los primeros gobiernos de Perón, esta abundancia de talentos sólo puede entenderse en el marco de un proyecto de país vinculado al desarrollo de la industria nacional que, tal como la edad de oro de la historieta, no iba a sobrevivir demasiado en el tiempo.
El final del período más brillante de la industria de la historieta en la Argentina coincide, paradójicamente, con su descubrimiento por parte del campo intelectual. Irrumpieron los años 60, y con ellos el arte pop y las obras de Roy Lichtenstein que resemantizaban la iconografía del cómic. Aquí, este fenómeno iba a girar en torno del Instituto Di Tella, epicentro de casi todas las expresiones de vanguardia de la época.
Mientras Marta Minujin generaba escandaletes con sus happenings en la calle Florida, el semiólogo y psicoanalista Oscar Masotta logró convencer a Jorge Romero Brest, director del Di Tella, de la necesidad de realizar una Bienal Internacional de Historieta en la que se diera testimonio del alto valor "artístico" alcanzado por el lenguaje de los cómics.
La bienal se realizó entre septiembre y octubre de 1968, y fue la primera vez que las tiras de historietas fueron exhibidas como obras de arte, colgadas en paneles como si fueran cuadros, un gesto que graficaba cabalmente la intención de los impulsores del evento. Aunque fue un éxito de público, la bienal recibió críticas lapidarias de parte de los propios autores, que veían en toda aquella "pompa artística" la desnaturalización de un género que tenía sus propias reglas de legitimación y consumo. "Cuando Masotta comenzó a analizar la historieta desde la semiología se pudrió todo. Una vez fui a una charla de la bienal. ¡Se hablaron tantas boludeces! Todo verso", bramaba Alberto Breccia. Con su estilo directo, típicamente italiano, Hugo Pratt resolvió la cuestión con una frase mucho más tajante: "Ese Lichtenstein es un ladri ".
Para desgracia del pobre Masotta, la canonización de la historieta duró lo que un caramelo en la puerta de un colegio primario. Durante la década de 1970, la historieta siguió la misma parábola del resto de la sociedad argentina y acompañó la radicalización política del país, saltando a las trincheras en vez de acurrucarse bajo el sol de las Bellas Artes. El mayor ejemplo de este proceso lo encarna el derrotero de Héctor G. Oesterheld, una figura en torno de la cual se podrían explicar buena parte de los distintos momentos históricos del género. Fiel exponente de los años dorados, cuando creó junto a Hugo Pratt personajes legendarios como el Sargento Kirk o Ernie Pike, alcanzó fama mundial con El Eternauta –el libro sagrado de la historieta argentina– y en los 70 abrazó la causa montonera, guionando historietas para publicaciones de la izquierda peronista, como El Descamisado .
La desaparición de Oesterheld –junto a sus cuatro hijas– en los campos de detención de la dictadura cierra una etapa fundamental de este recorrido, pero, al mismo tiempo, abre otra en la que las historietas estarían llamadas a prestar un impensado servicio a la sociedad argentina.
Imágenes del naufragio
En la España del franquismo, las películas de Luis Berlanga lograron burlar la censura gracias al humor. Partiendo desde la hipótesis de que los censores no son muy finos para detectar la ironía, filmes como El verdugo o Bienvenido, Mister Marshall plasmaron descarnados paisajes de la España de Franco, que lograron colarse dentro de los cines gracias al disfraz de la comedia. Algo similar es lo que ocurrió con la revista Humor , el último fenómeno de masas de la historieta argentina.
Desde su aparición en 1978, esta revista dirigida por Andrés Cascioli se propuso tomarle el pelo a la dictadura en plena dictadura, aglutinando, de paso, a una generación brillante de historietistas y periodistas. Humor , que también llegó a rebasar una tirada de 300.000 ejemplares, era la punta de lanza de La Urraca, una editorial que jugó un papel fundamental durante el tránsito entre los años de plomo y la recuperación democrática. Además de publicaciones en las que se combinaban las historietas y el periodismo crítico con el régimen, La Urraca lanzó al mercado numerosos libros de cómics y, en 1984, dio vida a Fierro , la última de las revistas-ícono de la historieta argentina. Dirigida inicialmente por Juan Sasturain, Fierro puso en juego una visión mucho más autoral que industrial, vinculada con un concepto que desde Francia, España e Italia propiciaban revistas como Metal Hurlant , Cimoc o Linus , estableciendo un nexo entre la tradicional historieta de masas y los nuevos cómics de espíritu independiente. Sus lectores ya no eran los trabajadores que viajaban en tren desde el conurbano hasta el centro de la ciudad, sino los jóvenes de la clase media ilustrada. Un paradigma diferente, similar al que rige en la actualidad, que le permitió pasar a la historia como una revista de culto para los amantes del género.
Fierro bajó las persianas al cumplir sus 100 números, en 1992, fecha que Laura Vázquez elige para poner fin al recorrido de su libro. "Más allá de la cuestión autoral, la historieta no deja de ser un producto industrial. Y el final de la industria de la historieta en la Argentina coincide con la destrucción del tejido industrial nacional durante el menemismo", reflexiona la autora.
Tras la desaparición de Fierro y el ocaso de las últimas grandes editoriales (La Urraca, Récord y Columba), el vergel de la historieta argentina se convirtió en un desierto. Durante los años posteriores no hubo casi ningún indicio de actividad industrial y el género sólo sobrevivió gracias al esfuerzo de autores jóvenes que sacaron adelante revistas independientes como Suélteme , Lápiz Japonés o la maravillosa El Tripero , impulsada por los discípulos de Alberto Breccia. Ellos mantuvieron viva la llama que ahora, veintipico de años más tarde, revive a través de toda una nueva generación de autores y editores que vienen impulsando el renacimiento de la vieja y querida historieta argentina.
Pero bueno, esa ya es otra historia. Una historia que aún se está escribiendo. Y dibujando.
Fuente:
http://www.revistaenie.clarin.com/notas/2010/03/27/_-02167851.htm
Más información:
http://lauravazquezhutnik.blogspot.com/
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